La Vanguardia (Barcellona), 4 aprile 2005
di Enzo Bianchi
En los días de la octava de Pascua, cuando todos los cristianos de Occidente celebran el misterio pascual de la muerte y resurrección de su Señor, misterio que da sentido a su fe y a su vida de bautizados, el obispo de Roma, sucesor de Pedro, “siervo de los siervos de Dios”, vive en sus propias carnes el mismo misterio de Pascua, del paso a la vida plena. Para el cristiano, el enigma de la muerte se convierte en misterio: para todo cristiano, ya sea Papa o simple fiel. Hasta tal punto se convierte en misterio que el cristiano debe hacer “un acto” de la muerte para devolver puntualmente su propia vida al Creador. Por ello, la muerte debe vivirse rezando y va acompañada por la plegaria de todos aquellos a quienes les llega. Juan Pablo II dio todas las muestras de saber hacer un acto de su propia muerte, nos da así una lección magistral en una época en la que la muerte ha pasado a ser algo obsceno, el sufrimiento físico, una realidad que no debe mostrarse jamás, la enfermedad, un no lugar para la relación y el ejercicio del amor.
Para cada hombre, la muerte es algo serio, porque, como recuerda Qohelet, Dios “ha puesto eternidad en el corazón del hombre“, y cada hombre siente la muerte como fin: fin de las relaciones, fin de los afectos, fin del actuar, del hacer, fin de todo aquello a lo que uno se ha dedicado con convicción, de forma abnegada, tal vez durante toda una vida. Cuando el hombre quiere entenderse a sí mismo, cuando quiere encontrarle sentido a su propia vida, debe interrogarse sobre la muerte. Y el cristiano, frente a este hecho sentido como humanamente ajeno y enajenante, a través del esfuerzo de la fe, trata de tener esperanza, porque es imposible que aquel en quien el cristiano ha depositado su fe y a quien ha convertido en experiencia durante toda la vida no esté allí, después de la muerte, para acoger con los brazos abiertos a quien muere. Permanece así el temor a la muerte, pero desaparece la angustia que provoca; de esta manera, la muerte puede convertirse en “hermana”. A los primeros cristianos se los definía como “aquellos que no tienen miedo a la muerte”. De este camino por el sufrimiento pero también por la paz, Juan Pablo II se ha hecho para todos nosotros narrador visible.
La contrapartida de la ocultación de la muerte es su conversión en espectáculo. Para nosotros es motivo de serenidad que no haya habido una “muerte en directo”, sino un acompañamiento afectuoso, un acompañamiento en el respeto y el silencio, que ha ayudado a pensar, a comprender hasta qué punto es humana la muerte, hasta qué punto forma parte de la vida. Desgraciadamente, hoy en día prevalece la idea de que la vida coincide con estar sanos, con la eficacia en la actuación, pero esta convicción dominante no es más que una ignorancia que choca con el profundizarse de la humanización y con una mayor calidad de la vida y la convivencia.
En estas horas, la Iglesia toda y muchos no católicos estuvieron espiritualmente junto al lecho de muerte del Papa, como estuvieron en vísperas de Pentecostés de 1963 en el del Papa Bueno, Juan XXIII. Pablo VI se fue con discreción, la noche de la gran fiesta de la Transfiguración, el 6 de agosto de 1978, en pleno verano, cuando todos se preparaban para las vacaciones. Las formas de morir son distintas para cada hombre y nosotros no debemos interpretarlas y medirlas por su forma: lo importante es “el acto” de la muerte, es decir, de la entrega de la vida. Quien se ha pasado toda la vida cumpliendo con la voluntad de Dios, también en la muerte sigue haciendo que su propia vida sea un don.
Son muchas las imágenes y las palabras de los largos y fecundos años del pontificado de Juan Pablo II que nos vienen a la mente en estas horas, en estos días en los que tanto las imágenes como las palabras resultan inadecuadas e incapaces para expresar el sentido de una vida y un misterio al servicio de la Iglesia y la humanidad. ¿Cómo olvidar aquella noche del 16 de octubre de 1978, cuando en la galería de San Pedro apareció una figura inesperada y se oyó una voz de extraño acento? Y sus palabras, de sonido fuerte, firmes en la cadencia: “¡Alabado sea Jesucristo!”, que anunciaban un viento nuevo para toda la Iglesia, asombrada aún por la súbita desaparición de su antecesor. Sí, han pasado casi veintisiete años desde aquella noche otoñal, y habrá tiempo para interpretar un pontificado tan largo, en el que se pueden distinguir fases y cambios de valoración y postura, pero hoy ya podemos recoger algunos puntos firmes de la enseñanza que este Papa dejará a toda la Iglesia, en primer lugar a la católica, pero también a las demás confesiones cristianas.
En estos últimos tiempos, de la enfermedad y el sufrimiento surgió de formas completamente distintas su fe en aquel que sólo le dio fuerzas y energías insospechadas, y que lo ha acompañado en su debilidad extrema. Pero surge también otro icono propio de la semana de pasión del Señor que los cristianos acaban de vivir: ¡el Ecce Homo!, la manifestación del ser humano en su fragilidad, en su debilidad, en su “desfiguración dolorida”, pero también del hombre que ha dedicado toda la vida al evangelio, es decir, a todos los hombres, amando hasta el límite. Por lo demás, todo el ministerio del sucesor de Pedro en su esencia evangélica se reduce solamente a esto: un servicio incesante a la comunión, una confirmación perseverante de los hermanos. La palabra del último Evangelio es decisiva y profética: Pedro irá donde no querrá ir y glorificará a Dios en la impotencia de quien sólo sabe tender los brazos. Dentro de este servicio prestado hasta la última gota de energía es donde podemos identificar algunos cambios que condicionarán a la Iglesia en el futuro, cambios que difícilmente permitirán volver atrás para impugnarlos.
El primero es el realizado por Juan Pablo II en la postura de la Iglesia frente a los judíos. Cierto es que Juan XXIII ya había realizado un gesto muy importante de cambio al renegar de todo antijudaísmo, pero este Papa ha efectuado un cambio no sólo en la caridad, sino en el nivel teológico: para los cristianos, los judíos son hermanos, continúan siendo el pueblo aliado con Dios, alianza que, como las promesas, no fue revocada jamás. En primer lugar, la Iglesia les pide perdón: la imagen de Juan Pablo II rezando en el muro de las Lamentaciones, aquella notita metida entre las hendiduras en la que pedía perdón por lo que a lo largo de la historia los cristianos les hicieron a los judíos es, en sí misma, un nunca más definitivo y solemne, proclamado en nombre de todos los católicos.
El segundo cambio se produjo respecto a las demás religiones no cristianas y, en particular, del islam. Inaudito e impensable antes de él. En Casablanca, el Papa besó el Corán, en Damasco entró a rezar en la mezquita de los Omeyas, donde se encuentra la tumba de Juan Bautista, convocó un ayuno penitencial por la paz al mismo tiempo que se iniciaba el Ramadán musulmán... Sí, existe un espíritu de Juan Pablo II, “el espíritu de Asís”, que sabe anunciar la universalidad de la salvación también a los no cristianos, precisamente en nombre de una fortísima fe en Cristo, palabra eterna de Dios difundida por todas las culturas y a lo largo de todos los tiempos. Un espíritu que supo evitar el “choque de civilizaciones”, que apartó a los cristianos de toda identificación con una cultura y de toda tentación de reanudar las guerras de religión y los conflictos en nombre de Dios.
En esta misma óptica, no podemos olvidar el magisterio de paz de Juan Pablo II, un magisterio que, en el último decenio, se tornó insistente, casi obsesivo, un magisterio y una praxis demostrada “a tiempo y fuera de tiempo”. Como verdadero artífice de la paz, pidió la paz con fuerza, empleó todas las artes de la persuasión, de la diplomacia, del diálogo: ni siquiera tuvo miedo de emplear palabras fuertes, proféticas, con frecuencia incómodas para los poderosos. Condenó la guerra preventiva, sin que por ello abandonara la tradicional postura cristiana que prevé la posibilidad de defenderse de las agresiones injustas con medios proporcionados.
Por último, cómo no volver al centro del jubileo cuando Juan Pablo II confiesa los pecados, las culpas de los cristianos y pide perdón a Dios y a las víctimas. Un gesto sin duda poco comprendido, tanto en el seno de la Iglesia como entre los no cristianos, pero que tal vez constituye el acto más cristiano y evangélico realizado por este Papa, un acto cuya responsabilidad quiso asumir de forma plena y personal. Confesar las culpas de los católicos respecto a los oprimidos de la historia, respecto a los pueblos colonizados, respecto a las demás iglesias, respecto a los perseguidos en nombre de la verdad, y hacerlo en una liturgia pública, solemne, en San Pedro, fue un gesto de rara profecía, repetido luego en varias ocasiones: “Nosotros perdonamos y pedimos perdón”. Perdón que Juan Pablo II tuvo la intuición profética de unir indisolublemente a la realización de la justicia auténtica y a la búsqueda de la paz en el ejercicio de la reconciliación, llamamiento destinado a todos los hombres y mujeres “de buena voluntad”.
Es verdad que ningún cristiano, ni siquiera un Papa, cumple con todo lo que el Evangelio pide, es verdad que un día leeremos aquello que a la Iglesia le queda todavía por cumplir para ser más fiel a su Señor, sin embargo, tenemos ante nosotros el testimonio de un Papa que alimentó el diálogo con los hombres, que hizo del hombre y del humanismo la verdadera meta del cristianismo, que demostró ser un “confesor de la fe” que sabe avivar el orgullo de ser discípulos de Cristo.