La Vanguardia (Barcellona), 11 aprile 2005
di Enzo Bianchi
Juan Pablo II llegó a la tierra desnuda y fue sepultado en las grutas de la basílica vaticana donde se veneran los restos del apóstol Pedro, de quien fue un sucesor. Él también, terrenal como todos los hombres, surgido de la tierra, volvió a la tierra, y como cristiano ha entrado en la vida eterna, en una comunión con Dios sin mediaciones ni velos.
Resulta significativo que en el testamento, documento en el que el otorgante pone al descubierto, de la manera más auténtica, su intelecto y su corazón, Juan Pablo II hable en varias ocasiones de su condición de Papa como “servicio petrino” y lo perciba “in medio Ecclesiae”, en medio de la Iglesia, en medio de su pueblo, sus hermanos y hermanas. En efecto, Juan Pablo II fue un Papa que vivió y murió en medio de su Iglesia.
Para los cristianos, lo que pareció como una epifanía en esta muerte frente al mundo es el hecho de haberla vivido como un acto puntual y en el seno de la Iglesia. Incluso si el Papa no hubiese pronunciado ese “amén” referido por algunos, su forma de morir lo ha sido. Un “sí” al haber sido llamado en vida por Dios, un “sí” a la vida vivida como cristiano, sacerdote, obispo y Papa, un “sí” al deterioro producido por una enfermedad difícil de asumir. Pensando en el hecho de su propia muerte, en varias ocasiones Juan Pablo II repitió y escribió: “In hora mortis meae voca me et jube me venire ad Te” (En la hora de mi muerte llámame y ordéname que me presente ante Ti). Esto es lo que repitió en la hora de su éxodo pascual, escuchando la palabra del Señor dirigida a Pedro y a él: “Sígueme”.
Durante la liturgia del funeral se oyó el eco de las palabras del diálogo entre Jesús resucitado y Pedro: “Pedro, ¿me amas más que éstos?”. Y Pedro responde, tembloroso, entristecido de que le repita tres veces la pregunta, recuerdo de sus tres negaciones: “Sí, Señor; tú sabes que te quiero”, como si quisiera decirle: “No sé si soy capaz de amarte, pero lo que sí sé es que te quiero”.
Después, Jesús acepta esta humilde confesión de Pedro, que reconoce su debilidad y su incapacidad de amar plenamente, y se limita a preguntarle: “¿Me quieres?”. Tanto Pedro, como un Papa, como cualquier cristiano, cuando en el momento de morir se presente ante el Señor, puede pensar que ese encuentro en la misericordia será eso, un diálogo sobre el amor del que uno ha sido capaz y la confesión de la inadecuación humana. Pedro, la “roca firme”, en realidad tembló y se estremeció, pero Jesús le reconfirmó el llamado y la misión. Para nosotros, los católicos, el Papa es, en primer lugar, el sucesor del humilde pescador de Galilea, y el afecto, la plegaria que va al Papa no debe caer en la adulación, en la idolatría. Jesús le pidió a Pedro fe, apoyo personal, que continuara en el camino hacia Jerusalén, no le pidió que fuera un superhombre, ni un hombre impecable, sino que le pidió con fuerza: “Sígueme”. Karol Wojtyla demostró ser un hombre de fe, un confesor capaz de dar testimonio de Cristo a tiempo y a destiempo, capaz de no temer pronunciar duras palabras que podían disgustar a los poderosos, capaz de ir a contracorriente, de no ceder a las notas dominantes creadas por las mayorías mundanas. Su fuerza, que tanto asombró incluso al mundo laico, provenía de su fe, de nada más; quien tiene fe, descubre lo invisible, por eso no se estremece, se mantiene firme.
Ahora, en el momento de su muerte, le ocurre una vez más lo que le había ocurrido en vida: muchos lo acaparan, muchos lo utilizan según sus necesidades, muchos lo instrumentalizan y acaban por hacerlo parecer cada vez más un hombre contradictorio. Hombre de tradiciones y de memoria, no puede, sin embargo, ser visto como un conservador; hombre capaz de grandes gestos proféticos, no puede ser visto como un revolucionario... Juan Pablo II fue una figura compleja y su pontificado, larguísimo: sería preciso saber ver en él constantes y evoluciones, dinámicas y cambios. Todavía es pronto para dividir su pontificado en periodos, es una tarea que corresponderá especialmente a los historiadores, pero el hilo rojo que une sus palabras y sus gestos es la fe confesante que nadie podrá desmentir.
Es esta fe la que lo impulsaba a reunirse con todos, a no temer reunirse incluso con quien habría podido mostrarse hostil y aprovechar el encuentro con fines políticos: fortalecido por su fe, el encuentro y el diálogo le daban seguridad en el resultado, lo empujaban a la audacia. Por ello deseaba ir a Rusia, por ello habría querido viajar hasta China, donde los cristianos siguen sufriendo persecuciones: el encuentro, el diálogo que no se olvida de la justicia y de los derechos de las víctimas, sólo podía dar frutos positivos. En efecto, su fe no le permitía tener miedo, y en nombre de esa fe suya pedía a los cristianos: “No tengáis miedo”. Ante la secularización imperante, ante el desafío representado por el enfrentamiento con el islam, pero sobre todo ante los poderes de este mundo, capaces de decidir guerras preventivas y olvidar a los pobres de la tierra, Juan Pablo II no tuvo miedo y exhortó a no tener miedo. La valentía de reunirse con el otro, de dialogar con el otro sin condiciones previas, fue uno de sus proyectos y para nosotros constituye un verdadero mandato, su legado sin ambigüedades.
Sería difícil y presuntuoso querer medir el cambio espiritual experimentado por los cristianos durante su pontificado. No hubo en el mundo una reconquista católica, ni se abrieron para la Iglesia en la historia posibilidades de volver a la cristianidad, no hubo una inversión de la tendencia respecto a la secularización en curso sobre todo en Europa. No obstante, no cabe duda de que este pontificado ha contribuido al surgimiento de una Europa que ya no está dividida entre Este y Oeste, ha conjurado un choque de civilizaciones, ha impedido que la guerra de Iraq pudiera interpretarse como una cruzada o un conflicto entre el cristianismo y el islam, ha hecho más urgente un diálogo entre las confesiones cristianas en vista de una comunión que, por ahora, sigue lejana, ha dado a los católicos un ejemplo de fe orgullosa, sin arrogancia.
Es verdad, no ha hecho todo aquello que algunos quisieran que hubiese hecho y el concilio Vaticano II continúa pidiendo hacerse plenamente realidad en la vida de las iglesias. El Papa lo escribe con palabras claras en su testamento: “El concilio Vaticano II es el gran don del Espíritu Santo..., el gran patrimonio que deseo confiar a todos aquellos que son y serán llamados a ponerlo en práctica en el futuro”. La Iglesia surgida de la cristiandad se ha convertido en una Iglesia verdaderamente universal, mundial, y espera vivir una verdadera comunión plural en la que se reconozcan y valoren, sin ser juzgadas como anomalías, las diversidades y las peculiaridades. Hoy resulta cada vez más evidente que el concilio fue un acontecimiento que ha marcado una ruta que no debe invertirse; del próximo Papa dependerá la hermenéutica conciliar que asuma plenamente su aceptación, en la senda de esa “comunión fraterna en el Episcopado” que Juan Pablo II confiesa con gratitud haber experimentado en el concilio.
A Juan Pablo II quisiéramos decirle hoy una sola palabra: gracias. Esa misma palabra que le dije cuando nos confió el icono de la Virgen de Kazán para que lo lleváramos a Rusia y lo entregáramos al patriarca Alexis II: “Gracias, Santidad, por este gesto evangélico y gratuito”. Y el Papa, con gran determinación, me dijo: “Ánimo, siga adelante”. La herencia de ese confesor de la fe que fue Juan Pablo II nos pide que afrontemos sin miedo este renovado desafío.